En el año 1281, durante el transcurso de la invasión del ejército moghul a la isla Hansho, perteneciente al archipiélago Nippon, las embarcaciones moghul al mando de Kublai Khan sufrieron severas dificultades causadas por los vientos huracanados del Kamikaze, al punto de forzar al ejército invasor en su retirada.
La mitología atribuye los vientos del Kamikaze a los kami, espíritus o dioses terrenales, quienes acudieron en auxilio de la resistencia nippona.
En las costas del archipiélago el Kamikaze es conocido y temido por severo, por difícil, por peligroso.
El archipiélago hubo de esperar hasta fines del siglo XIX hasta adquirir la destreza técnica y la tecnología imprescindible para la navegación segura entre las islas bajo el indómito ejercicio del viento de los dioses.
Quizás por este motivo Nippon, el territorio, su cultura, sus etnias, su lengua, su religión y su emperador, construyó su relación con sus mares y con sus ríos más a través del desarrollo de la pesca y de la producción que a través de la navegación mercantil y del consumo, eufemismo del tráfico de influencias y de relaciones sociales que subyacen bajo el manto de aquello que se llama intercambio comercial.
Transcurridos 8 siglos desde el instante en que el Kamikaze repeliera de modo definitivo la invasión moghul de Hansho, la prensa popularizó el término al designar tal una escuadra de aviones especiales del ejército Japonés, dotados en su interior de un torpedo de nombre ota, los que en vez de lanzar desde el aire la bomba hacia el objetivo dirigía el avión mismo y su hipotético piloto hacia la cubierta de las embarcaciones invasoras, buscando producir mayor daño material en la embarcación.
Fue esta escuadra aérea aquella que Saijin Nanami eligiera, por su propia voluntad, al instante de enrolarse entre los soldados del Emperador para el combate contra el ejército invasor de Iwo Jima.
Saijin Nanami nació y se crió en las una de las tantas zonas rurales de Nippon, alejado de los grandes centros urbanos de Tokyo y Kyoto.
Durante su infancia los caminos rurales entre poblados se decían peligrosos.
Su ardua geografía de montaña y la presencia de bandidos rurales disminuían la velocidad de las monturas a paso de hombre, y la marcha de hombre a salto de rana.
Saijin no conoció otras localidades hasta finalizada su adolescencia, instante en que se trasladó a la ciudad más cercana al poblado para continuar allí sus estudios universitarios.
Su educación fue aquella de la educación formal general en Nippon, siguiendo los lineamientos del kokoro. Corazón grande, mente despierta, espíritu firme, mentalidad clara, humanidad acogedora.
El origen de su tendencia a la melancolía ha de hallarse en otro sitio. Con seguridad su educación doméstica, más solitaria y descuidada que la del promedio de su generación.
Ya adulto, al encontrar fortuitamente la solicitud de enrolamiento al ejército como parte de la escuadra Shinpu Tokubetsu Kogekitai lo decidió de inmediato.
Su motivación no era seguir el código de honor del Bushido, ni tampoco lo era imitar el sacrificio del seppuku, sacrificio de honor atribuído a los soldados rasos, casi sirvientes durante la era Takugawa, llamados con posterioridad samurai.
Saijin Nanami deseaba terminar con su vida. Nada más. Nada menos.
Enrolarse en la armada de su país le permitiría hacerlo de modo eficiente, en beneficio de Nippon y en perjuicio de nadie.
El día previo a su misión aérea fue en todo similar a cualquier otro día.
Almorzó su plato predilecto. Dos dumplings al vapor acompañado de un cuenco de arroz blanco y té aromatizado.
Por la tarde caminó a través de los senderos de piedras y de puentes de madera entre los estanques de la base aérea.
Se retiró al dormitorio individual, una pequeña habitación sin lujos ni decorados, con la excepción de una antigua partitura musical, la primera que pudo ejecutar de principio a fin, enmarcada tardíamente con sus bordes resecos, amarillentos y ajados, que colgaba de la pared, sobre una silla de madera oscura haciendo las veces de otomano.
El día de la misión despertó con la luz del sol a la hora de siempre.
Tomó su desayuno de té con 4 piezas de sushi y el cuenco pequeño de ensalada de brotes y tófu en el comedor comunitario, junto al resto de sus pares.
Muy pocos de ellos estaban asignados para la misión de ataque de la tarde. Exceptuando éstos, ignoraban que ese día sería el último de Saijin en la base.
Subir al avión se sintió igual a cada vuelo de entrenamiento y de reconocimiento.
Ubicarse frente al tablero, respirar, encender las turbinas, repasar una a una, de modo pausado, las directivas para el despegue, verificar las mediciones esperadas, respirar, comenzar el despegue, estabilizar el vuelo. Respirar.
Encontrándose aún en altura fuera de alcance del fuego antiaéreo enemigo, el avión debía apagar sus turbinas para descender gradualmente primero, en picada después, sobre la cubierta del portaaviones.
El inconveniente técnico ha de haber ocurrido un instante posterior al apagado de motores.
Uno de los alerones laterales debió atascarse, desviando sutil pero significativamente la trayectoria del planeador.
Controlando únicamente la dirección del lateral opuesto, lejos de su objetivo, Saijin se las ingenió para dirigir el avión sobre una pequeña isla del archipiélago sin habitar.
El aterrizaje sobre la vegetación tupida de montaña fue brusco, pero sobrevivió entero para abandonar el avión y recuperarse.
Hasta donde pudo investigar, era el único individuo en la isla.
El tiempo transcurrió. La acciones bélicas finalizaron.
Occidente dió inicio a su modernidad de posguerra.
Nippon se recuperó como si las acciones bélicas nunca hubieran existido.
Reanudó la vida, las costumbres, las tradiciones.
Durante el día Saijin realizaba la rutina en el refugio que construyó para sí, en la montaña, con más similitudes y carencias que diferencias con otras rutinas de su vida anterior a la montaña.
Por las tardes, cuando el sol o el frío recomendaban preferir el tiempo de espera a la acción, buscaba mecanismos e ingenios capaces de trasladarlo de vuelta hacia la civilización. Sin éxito.
Aunque la construcción de una embarcación estuviera en el rango de sus posibilidades técnicas y de sus saberes, la costa del mar bravío le impediría avanzar en cualquier dirección.
Esa mañana, encontrándose en…
– Disculpe, quisiera conversar brevemente con Ud.
Ya había ocurrido con anterioridad. La soledad de la isla, la ausencia de voz audible, el ronroneo perpetuo del mar, el viento en la montaña con cierta frecuencia producían el espejismo auditivo de voces humanas.
En tales ocasiones, Saijin …
– Autor. Disculpe. No son voces. Soy yo. Quisiera conversar brevemente con Ud.
Saijin Nanami permenció de pie, mirando al frente, expectante.
– Soy yo, Saijin Nanami. Me encuentro aquí, en la página frente a Ud. ¿Podría conversar brevemente con Ud?
El autor permaneció inmóvil durante unos segundos.
En décadas de escritura y de estudio era la primera ocasión en que un personaje solicitaba conversar con él mientras redactaba.
– ¿Saijin?
preguntó el autor, movido más por la prudencia que por el desconcierto.
– Sí. Saijín Nanami. Pero Ud. ya conoce eso.
Me consta que dirigirme a Ud. es… irregular. Mas, habiendo considerado la cuestión, deseo conversar con Ud. por un breve instante.
– ¿De qué querría conversar con quién lo redacta, Sr. Nanami?
– Deseo realizar un pedido a Ud., en su calidad de autor del texto.
El autor hizo silencio. Buscó entre recuerdos y saberes de sus años de estudio, entre sus clases, entre sus cursos de perfeccionamiento, hasta entre las clases con sus alumnos si alguna vez se mencionó la posibilidad que el personaje realice pedidos al autor.
No recordó ningún evento similar.
– Sr. Nanami, la situación es algo irregular, es cierto. Mas las reglas de cortesía mandan que atienda su pedido. Si realiza un pedido tan inusual ha de existir un motivo atendible. Sr. Saijin Nanami, por favor, ¿qué puedo hacer por Ud.?
– ¿Recuerda un antiguo personaje femenino, que redactó hace ya un tiempo largo?
El autor se desconcertó aún más. Hizo memoria. Recordó personajes femeninos, intentando adivinar cuál podría referir Saijin.
– He escrito y recuerdo algunas decenas de ellos. ¿Podría proveer algún dato más concreto?
– Su nombre es Momozono.
Sí. Recordó. El autor recordó como si lo hubiera escrito por la mañana.
Momozono era uno de los personaje más adorables que tuvo oportunidad de redactar.
De belleza y simpatía únicas, sin gota de tinta de maldad ni de cinismo, sin egoísmo, era sin duda el personaje femenino más amable que escribiera.
– La recuerdo. ¿Qué ocurre con ella?
– ¿Podría redactar una nueva historia con ella?
– ¿Qué quiere decir, Sr. Nanami? ¿Qué tipo de historia?
– De amor. Una comedia romántica. ¿Podría besarla una vez más?
El autor comprendió. La sorpresa se esfumó a la par de su sonrisa.
– No Saijin, no es posible.
– ¿Por qué no?
– Porque esa historia no depende de mí. Ni de Ud. Momozono fue clara y honesta. No hay nada que yo pueda redactar al respecto.
– Pero Ud. es el autor, Sr. Autor. Imagine algo. Escriba algo. Un beso más. Uno más. Después regreso a nuestra rutina de montañas y de rocas y de caminatas por la selva. Un beso suyo más es todo lo que pido.
– No Saijin. No podría redactar un beso más entre Momozono y Ud.
– ¿Por qué no?
– Porque le haría mal a su melancolía, Sr. Nanami. Recuerde el tiempo posterior a sus besos con Momozono.
– Lo recuerdo. Por ese motivo realizo el pedido.
El autor sopesó durante un instante cómo explicar a Saijin Nanami.
– Un encuentro con Momozono sería un suicidio para Ud., Saijin. No puedo redactar eso. Ni aunque Momozono lo permitiera. Ni aunque Monozono lo aprobara.
– Aún si lo fuera, lo volvería a hacer. Volvería a besarla el instante que me lo pida.
Saijin Nanami permaneció de pie, ahora observando el suelo de roca firme de la montaña.
Tras tantos años, el autor se encontraba consternado, sin saber cómo obrar.
¿Qué debo hacer? Nunca antes un personaje realizó un pedido igual. Vamos, nunca antes un personaje me dirigió la palabra durante la redacción.
Pero entiendo su pedido. Yo obraría igual.
– Ud. obraría igual, Sr. Autor. Cuando viaja a la capital aún almuerza sólo en el barrio chino, y en la pizzería.
agregó Saijin, casi en susurro para sí mismo.
Es cierto. En el mismo sitio. Un kiosco de dos metros a la calle con un banco de madera frente a él. Voy siempre sólo. Siempre caminando. Aunque el hotel se ubique a 50 cuadras de distancia.
Pido un pinche de verduras. En ocasiones dos, para postergar algo más el regreso.
Y a la pizzería. Aunque sea ruidosa. Aunque tenga un TV encendido frente a las mesas. Aunque las mesas no posean mantel. Aunque el nutricionista me diga, quizás en broma, quizás en serio, que si como pizza y grasas otra vez deja de atenderme.
Me ubico en una mesa alejada, sólo, y ordeno dos porciones de fugazzeta rellena y un chopp. Amo esa pizza, aún cuando no sea la pizza lo que más amo de allí.
– Yo sé por que Ud. hace eso.
interrumpió Saijin.
Saijin me interrumpió.
Lo observé de frente. Una lágrima se encontraba a punto de caer al suelo de roca, en la proximidad de las anteriores.
Sí. Sé que sabe.
– Creí que ya no me iba a hacer llorar, autor.
me dijo Saijin Nanami, sin reproche.
De verdad prometí eso.
– Todos los autores prometemos eso a nuestros personajes. Como los padres prometemos eso a nuestros hijos.
– ¿Alguien lo cumple?
– Nadie. Pero todos lo intentamos.
El autor no sabía qué escribirle a su personaje.
– ¿Entonces, Sr. Autor?
preguntó Saijin.
– Entonces nada, Sr Nanami. No depende de Ud. Ni de mí.
Saijín asintió, como muestra de compresión.
Dió media vuelta para regresar con lentitud hacia el refugio.
Yo permanecí frente al texto desierto un tiempo más. Pura roca y vegetación en una isla ignota del Nippon. Quizás regresara.
No regresó.
Aún extraño esa comida china. Esa pizzería. Esa risa. Esas manos.
– Prometí que no iba a llorar más, recordó el autor.
De verdad prometí eso.
Todos prometemos eso. Nadie cumple.
¿Entonces, autor?
Entonces nada.
Entonces
Fin